Los peligros del celular
Desde que llegó a trabajar conmigo, Micaela seguía rigurosamente un ritual al llegar a mi casa: sacaba su celular del morral y lo colocaba encima de la mesa del comedor o la barra de la cocina, para tenerlo al alcance "en caso de emergencia". Nunca oí que sonara, más que una vez que fue número equivocado, y otra, cuando su mamá le habló para preguntarle dónde había dejado unas ollas de su cocina. Y cuando yo traté de hablarle por cualquier razón, invariablemente me respondían que el número estaba fuera del área de servicio. Pero más bien se trataba de que Micaela por lo general lo traía apagado, "para ahorrar pilas".
Ya que Micaela cuidaba de su celular como su bien más preciado, me extrañó que este miércoles no lo dejara al alcance de la mano. Al rato, francamente intrigada, me decidí a preguntarle.
—¡Uy, seño Yina! ¿A poco no sabe?—, me preguntó sinceramente extrañada.
—¿Qué es lo que no sé?
—Pues que los celulares dan cáncer en la cabeza y además, luego los hijos salen mutantes.
—¿De dónde sacaste esa idea?—, le pregunté más bien para confirmar, pues ya me estaba sospechando por dónde iba la cosa.
—Pues ya hasta me lo mandaron en un imeil... ¿a poco usté no sabía?
Sí sabía o, mejor dicho, sí me había llegado esa cadena por correo electrónico respecto a las mortíferas y peligrosísimas radiaciones que se transmiten por los teléfonos celulares. Pero jamás se me habría ocurrido darles ninguna credibilidad.
—Por eso yo mejor ya no lo uso. Lo dejé alzado en el cajón de mi burot y le quité la pila para que no me vaya a hacer daño.
Ya no quise discutirle. Después de todo, no le haría mal prescindir del aparato pues, a final de cuentas, muy poco era el servicio que le daba. Recordé unas palabras oídas a un maestro, que decía que hay gente que hace lo correcto por error. La mente funciona de manera tan extraña, que Micaela era capaz de convertirse efectivamente en mutante por pura sugestión. Y creo que el mundo no está preparado para eso.
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